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El ladrón que no quiso llevarse el libro

  • Por Soy502
04 de julio de 2017, 05:14
Muchos estudian en el bus, camino de la Universidad. (Foto ilustrativa: Alejandro Balán/Soy502)

Muchos estudian en el bus, camino de la Universidad. (Foto ilustrativa: Alejandro Balán/Soy502)

No todos los viajes en camioneta han sido una pesadilla.

Tengo que decir que tranquilamente la mitad de los libros que he leído los he leído sentado en alguna forma de transporte público, y que no me queda la menor duda que la universidad la estudié sentado en un bus.

Desde aquellos años de “estudiambre” guardo el hábito de llevar siempre un libro conmigo: las llaves, el teléfono, el libro y el lapicero (leer sin algo para rayar me desarma la cabeza, es como tomar sopa con cucharita).

Hay toda una leyenda urbana de un escritor que anda con varios libros bajo el brazo por si lo meten de nuevo a la cárcel, pues la primera vez, en el terror de los 80, lo capturaron sin un libro encima.

Lo mío fue más simple, había tomado una 201 de zona 1 a la USAC. Leía por primera vez uno de mis libros favoritos Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, que es de esos libros que desde el principios sabés que te van a partir el coco y con el coco también el corazón.

De repente el bus cambió de sonido ambiental. Al habitual ruido de cafetera vieja con murmullos de mercado que caracteriza un bus desde las tripas, siguió un silencio extraño. La velocidad del bus se detuvo, y por lo tanto también la cafetera, y justo sobre el puente del Incienso escuchamos a dos amables ladrones pedirnos con lo más refinado de su vocabulario que sacáramos los teléfonos y las billeteras.

Yo estaba sentado justo a la mitad del bus y, como suelen hacerlo, empezaron a asaltar uno desde adelante y el otro desde las filas de atrás.

La sensación ante los asaltos siempre es parecida, una mezcla de miedo y rabia que, para quienes hemos vivido esto varias veces (lamentablemente la mayoría de los que habitamos esta ciudad) es un “¡oooootra vez!”.

Malhabituado a los asaltos, saqué mi teléfono y lo puse sobre mi pierna esperando quién de los dos llegaba primero. Y seguí. La lectura me había capturado. Pudo más el libro que la pistola. Sin embargo, una de mis orejas estaba atenta a los sollozos, a los gritos, a la paz que estos dos ladrones habían robado sobre el puente de los suicidas.

Llegó pues mi turno. Era el ladrón de adelante con gorra y cara de idiota. Estaba muy nervioso y yo leyendo, nervioso, ahuevado. El tipo se queda frente a mí y yo regreso al libro, esperando que tome el teléfono. Y no pasó. Levanté la vista y él me miraba con su cara de idiota armado, viendo a un idiota lector, y ninguno de los dos entendimos qué pasó. Siguió de largo dejando mi teléfono y el libro sobre mis piernas.  

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