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Conversaciones de taxi o el milagro de estar vivo en Guatemala

  • Por Soy502
01 de agosto de 2017, 04:21
Los taxistas suelen guardar una gran cantidad de historias: de otros y de ellos mismos. (Foto ilustrativa: Jesús Alfonso/Soy502)

Los taxistas suelen guardar una gran cantidad de historias: de otros y de ellos mismos. (Foto ilustrativa: Jesús Alfonso/Soy502)

Me pasó una mañana de 2014 cuando las comisiones de postulación hicieron su última jugada de agua turbia y un grupo de ciudadanos nos juntamos en la entrada de la Corte de Constitucionalidad a manifestar nuestra inconformidad –que fue, en términos políticos, bastante inútil-.

La segunda mañana de aquellos encuentros tomé un taxi de mi casa hacia la CC. El taxista era un señor que pasaba los 70 años: lentes, bigote y cabellos canados, gorra desteñida y sonrisa generosa, un taxista de los que uno saluda y sabe que va en buenas manos.

Don José era un encantador de serpientes y lo tenía muy claro. Sus primeras palabras tenían que ver con el desayuno. A las 10 de la mañana muchas personas ya en medio de la jornada laboral están echando punta con ruidos estomacales, sin desayuno, con suerte un café, y ahí estaba el cancerbero contador de historias diciendo “imagino que usted tampoco ha desayunado, imagínese unos frijolitos parados, con unos huevitos revueltos con loroco, una rodaja de queso fresco y platanitos fritos”. El tipo lo decía con una convicción que parecía más lujuria que hambre.

Como muchos taxistas, don José tenía esa habilidad hipnótica de las palabras que, para la hora y para el hambre que hacía, eran más bien inoportunas. Le pedí que cambiara de tema porque aquello terminaría en gastritis. “Mire pues, ¿sabe lo que de verdad me gusta a mí?”, insistió don José ante mi rostro desconfiado esperando que no hablara más de comida. “Estar vivo, usted, eso es lo que a mí más me gusta” y lo volvió a decir con la lujuria de, efectivamente, estar vivo a los 70 años. “Mire, yo fui bien bolo, charita, charita, chupé 35 años de mi vida y terminé en un basurero, literalmente”.

Don José inició un relato de una vida entregada al alcohol y a los escapes recurrentes de los hogares de rehabilitación, que abundan en las periferias de esta ciudad.  “Ya llevo 15 años limpio y sabe qué, ¡no me arrepiento de nada!”, y me lo dijo sonriente, me lo dijo pleno de vida y orgulloso de estar ahí, manejando un taxi y sobreviviente de la realidad. “Pero ahora me cuido”, añadió, “la vejez es larga, muy larga”, y aquello era una declaración de vida que sobrepasaba mi capacidad de comprensión a esas horas de la mañana, camino a la Corte de Constitucionalidad a manifestar contra las comisiones de postulación.

Nos despedimos con don José luego de menos de 20 minutos de conversación y un par de máximas de sabiduría que me acompañarán toda la vida. Era la primera vez que yo escuchaba a alguien reivindicar su historia dolorosa sin negarla, su pesadilla del pasado era aprendizaje puro y duro, muy duro, y lejos de dejarlo atrás lo usaba para hablar de la vida con la esperanza de quienes insisten día a día, hasta el último, en el milagro este de estar vivo en Guatemala.

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