No lo excuso. La conducta de Jaime Aparicio Mejía tiene nada de ejemplar.
El propietario de la Constructora Jireh, además de participar activamente en la depredación del presupuesto, a través de contratos de obra pública y clientelismo, intentó huir de la justicia, cuando se vio señalado y perseguido.
Se refugió en Argentina, donde al fin le dieron caza las autoridades y desde donde fue deportado de vuelta a Guatemala hace pocos días.
Confrontado con la justicia en el caso Construcción y Corrupción, Aparicio Mejía aceptó haber entregado sobornos al ex candidato presidencial Alejandro Sinibaldi, a cambio de que el Ministerio de Comunicaciones le cancelara una deuda de más de 100 millones de quetzales.
Según el Ministerio Público, las coimas que Aparicio le dio a las empresas de Sinibaldi suman más de 8 millones de quetzales.
Contrario a lo que en un inicio se dijo, Aparicio no es primo del famoso "Sipi": no tiene pedigrí entre las familias criollas ni fue “niño bien”. Por el contrario: es un escalador de pura cepa, de esos que han buscado hacer fortuna, en los últimos tiempos, a costa de los contribuyentes.
Reportes de prensa indican que las vinculaciones de Aparicio con el poder provienen de una añeja amistad con la ex vicepresidenta Roxana Baldetti.
Sin duda alguna, Aparicio supo sacar provecho de sus relaciones con figuras políticas. La página electrónica de Guatecompras registra que la Constructora Jireh mantuvo una jugosa relación con el poder desde al menos 2008. En total, le adjudicaron 27 contratos de obra pública que superan los mil millones de quetzales (para ser exactos: Q1,012,787,895).
Además, su hija Gabriela ocupó la posición de cónsul en Miami (sin carrera diplomática) y su esposa, Vivian Urízar, era tan cercana a Baldetti que los hijos de la vicepresidenta la llamaban “tía Vivi”, socia solícita en varios "emprendimientos" de Baldetti.
El curriculum de Aparicio no admite victimizaciones: era todo un capo de la corrupción.
Sin embargo, en la larga lista de sus desaciertos, que le han costado caro al país, la semana pasada este contratista tomó una decisión correcta: confesó haber pagado los sobornos a Sinibaldi, en vez de tomar la actitud de tantos otros funcionarios que niegan hasta la náusea lo evidente y se dedican a torpedear los procesos, provocando retrasos interminables.
Aparicio no tomó esa ruta y ojalá los fiscales sepan obtener de él suficiente información para que los otros jefes del sistema de la corrupción institucionalizada que le permitió enriquecerse no puedan parapetarse en la impunidad.
La confesión de Aparicio pone de relieve, una vez más, la necesidad de contar con una ley de aceptación de cargos que ayude a las autoridades a profundizar en las investigaciones de corrupción, procesar a los responsables y obligarlos a resarcir a la sociedad.
Esa ley no puede ser un pase gratis: aquí se han cometido delitos graves y las sanciones son ineludibles.
Pero sin duda alguna, es preferible ver a estos personajes ofreciendo una confesión en los tribunales que repitiendo mentiras que nadie cree y bombardeando con amparos y recusaciones a los jueces, apostando al desgaste y la desesperación, en lugar de saldar de una buena vez sus cuentas pendientes con la sociedad.
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