Peligroso, muy peligroso, que “el pacto” ya no de corruptos, ¡de impresentables!, que gobierna el país y se siente intocable, esté dispuesto a provocar a la ciudadanía con gestos autoritarios diseñados para encender alguna chispa que termine en caos y justifique acciones violentas y represivas.
En estas “fiestas” de Independencia, el gobierno sacó las garras. “El Ejército está para lucirse”, dijo el diputado oficialista Estuardo Galdámez y eso, efectivamente, es lo que logró en estas fechas.
Para el acto solemne del Congreso, quienes mandan en la oficina de la Presidencia ordenaron que un contingente de soldados con boina de kaibiles, armados con fusiles de asalto, se apostara en las calles. El propósito manifiesto era intimidar a las personas que, en absoluto ejercicio de sus derechos constitucionales, protestaban en los alrededores.
El Presidente, envuelto en algodones por la guardia pretoriana que le endulza el oído y los netcenters que inyectan odio en las redes a costa de los contribuyentes, seguramente considera que la sociedad aplaude los espectáculos marciales de la Tropa Loca, en su versión más siniestra.
Pensará que los capitalinos vieron con agrado que el viernes 14 nuevamente la Guardia Presidencial y militares vestidos con el traje negro de la policía antimotines vedara el paso en el Centro Histórico y que ¡insólitamente! se requisara los carruajes de bebés y las mochilas y loncheras de los niños que querían pasar a la Plaza de la Constitución.
El presidente se veía muy cómodo, apoltronado en ese palanquín que montaron frente al Palacio, protegido por ese Ejército que le pagaba ¿le paga? sobresueldos de 50 mil quetzales.
No se da cuenta que el espectáculo que ofrece es patético: títere de fuerzas oscuras y de manipuladores oportunistas, engrandecidas por las circunstancias geopolíticas. Todo el entorno presidencial exuda soberbia. A tal punto que ya le mandaron a decir al Canciller Mike Pompeo que gracias pero no gracias, que tampoco habrá CICIG reformada, eso la misma semana que en la OEA Guatemala se abstuvo de condenar las matanzas de Daniel Ortega en Nicaragua, una decisión que queda, ¡otra vez!, para los anales de la vergüenza.
Se cree ungido Jimmy Morales, el hombre a la cabeza de una cruzada, cuando está claro que lo montaron sobre un cañón por su pequeña batalla personal para escapar de la justicia, por conservar él y sus parientes la impunidad que era la regla hasta 2015, por “pecadillos” como simular una licitación estatal o embolsarse contribuciones no registradas de campaña, como hicieron tantos antes que él.
Tampoco vislumbra Morales que todos esos personajes siniestros que le rodean, que le adulan, que le exigen pruebas de virilidad y que hasta lo humillan públicamente cuando titubea, lo desecharán a las primeras de cambio, si consideran que les conviene.
Morales no termina de entender la profundidad de los mensajes políticos que ha transmitido en las últimas semanas. La historia sí lo registrará y así como ya se lo hizo ver la calificadora de riesgos Fitch Ratings, esa apuesta será demoledora y le pasará factura. La económica, ciertamente. Pero también la de la historia.
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