La reciente captura de "El Niño" tras el ataque en el Roosevelt trajo a mi mente una tarde que me movió muchas cosas.
Estaba por terminar el primer año de Ingeniería en la Universidad del Valle. En el pizarrón, los temas para la presentación final de la clase de ciencia de la comunicación: uno más aburrido que el otro. Al terminar, la catedrática dijo: "este tema no es obligatorio, es una opción por si a alguien le interesa, sobre el lenguaje de señas de las maras". ¡Bingo! Eso sonaba más interesante.
Un amigo mío, El Chicho, estaba llevando a cabo un estudio de análisis psicológico de jóvenes en zonas marginales con enfoque en pandillas. Luego de un año, había logrado ganarse la confianza de algunos y podía entrar con citas programadas. Como cosa excepcional, la clase estaba llena de mujeres: el único otro hombre se sentaba junto a mí y cuando le hablé de mi contacto, su sonrisa de oreja a oreja cerró el trato.
Coordinamos todos los detalles. Chicho fue claro sobre los riesgos: él no podría sacarnos de alguna situación fuera de control, la única forma de entrar era en su carro y tendríamos la oportunidad de entrevistar a uno de los líderes de una clica en la colonia El limón.
Durante todo el trayecto, acribillamos a Chicho con mil preguntas. La colonia está formada por 14 asentamientos en desnivel: casas muy pobres con chicos armados en los techos, otras de lámina y cartón se veían más abajo. En el ingreso, un integrante de la mara llamó para verificar si tres personas podíamos entrar. Al tener la aprobación, seguimos nuestro camino. Sería incapaz de replicar los recovecos que usamos para llegar al punto de encuentro.
Chicho nos explicó que conoceríamos a "El Willow" en la casa de una señora devota de una iglesia. Bajar hasta donde habita la mara era un riesgo demasiado alto. Entramos con cámara de video y grabadora a las tres de la tarde. "El Willow" nos hizo esperar 45 minutos antes de entrar por una ventana que daba a la parte baja del barranco. Llegó con olor a alcohol y marihuana, con cara dura y desafiante. El silencio fue total. Yo analizaba el entorno, quería leer su lenguaje corporal y prepararme acorde. Decidí romper el silencio con un saludo, presenté a mi compañero y la mecánica de la entrevista. Fui lo más asertivo y cordial que pude, y él se fue relajando.
Salimos de ahí al cabo de tres horas alucinantes. "El Willow" nos contó todo. Huérfano en la calle, sufrió abusos de todo tipo en su niñez. Observaba que la mara era intocable y por simple sentido común y afán de sobrevivir, buscó refugio en ese grupo. Describió la jerarquía de la mara, todas sus entradas a la cárcel, sus cicatrices de bala y cuchillo, las sustancias que consumía.Comentó como la policía les proporcionaba las armas, incluso las órdenes de otros jefes de afuera para ejecutar tal o cual acción.
Una parte escalofriante de su relato fueron sus creencias y ritos. Los pandilleros le rezaban tanto al Dios del amor como al del odio, de acuerdo con lo que buscaban obtener. Recordarlo me eriza la piel. Todo fue extremo de asimilar en ese momento, pero abrió mi cabeza.
El problema no son ellos, los pandilleros: es "el sistema" que los engendra y alimenta con discriminación, indiferencia, odio y rechazo. Todos jugamos un rol en esa mecánica. Cada vez que oigo la genial propuesta de matar a esos "parásitos sociales", le damos de comer a ese sistema que vive de violencia y energía negativa.
Matar a 10, 20, mil Willows no solucionará nada. Abran los ojos y enfrenten la realidad: los poderes que deberían velar por erradicar a las pandillas y tienen los medios para hacerlo, no sólo permanecen inactivos sino que utilizan a esas figuras para obtener sus fines.
¿Quién se beneficia del menudeo de las drogas, el sicariato a costo de limosna, el terror social para justificar su existencia, los ataques como cortinas de humo para evadir la atención, etc? "El niño" recientemente apresado es un peón más. Debemos revolucionar el sistema, sublevarnos frente a él, debemos abrir los ojos y actuar.
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