A lo largo de su historia, la Asamblea General de Naciones Unidas ha sido escenario de momentos revestidos de drama.
En 1960, Fidel Castro se apoderó del podio durante 4 horas y 29 minutos y arremetió contra Estados Unidos. Al entonces candidato presidencial, John F. Kennedy, lo tildó de ignorante y a la política emanada de Washington la calificó de subversiva.
Ese mismo año, en un debate sobre colonialismo, el premier soviético Nikita Kruschev se quitó un zapato y empezó a somatarlo sobre la mesa para que le permitieran replicarle al representante de Filipinas, que atacaba la situación de los derechos humanos en los países detrás de la Cortina de Hierro. El histrionismo en su grado máximo.
Catorce años más tarde, Yasser Arafat, el primer representante de una organización no gubernamental en dirigirse a la Asamblea General, se subió al podio con una cartuchera al cinto y pronunció la siguiente frase: “He venido con una rama de olivo en una mano y el arma del luchador por la libertad en la otra. No dejen que se me caiga la rama de olivo. Repito, no dejen que se me caiga la rama de olivo.” Nunca se supo si el líder de la Organización para la Liberación de Palestina estaba, en efecto, armado. Sin embargo, a la entidad se le reconoció como observador de la ONU poco después.
La frase “en este lugar huele a azufre” corresponde a 2006, cuando Hugo Chávez hizo referencia al discurso del día anterior del entonces presidente estadounidense George W. Bush, a quien también llamó “el diablo”. De nuevo, un líder latinoamericano utilizó el espacio para despotricar contra Washington y sus políticas, además de denunciar prácticas terroristas. Tres años después, el líder libio Muammar Gadaffi habló ante una sala casi vacía para evidenciar de mala manera a la entidad e hizo como que rompía su carta constitutiva.
El período de debates de la 73 Asamblea General de Naciones Unidas será recordado porque la sala atestada se río de Donald Trump. El discurso de Jimmy Morales, plagado de mentiras y medias verdades contra la CICIG, pronunciado en un tono de nerviosismo no propio de un actor, pasará sin pena ni gloria por ser, como dijo el diario El País, “la intervención de un presidente acorralado por los indicios de delito que rodean su campaña y humillado desde que su hermano y su hijo fueron encarcelados por fraude fiscal”.
Es difícil, aquí y en Nueva York, tomarse en serio las diatribas de un mandatario que aseguró, con un cinismo digno de Ripley, que sobre su gobierno no pesaba ningún señalamiento de corrupción.
La vergüenza que queda, sin embargo, es nuestra. Es el país entero el que deberá enfrentar las consecuencias de lo que significa que un mentiroso hable en nombre de Guatemala.
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