Desde hace varios días, las redes sociales y los círculos políticos de Guatemala crepitan con un mismo tema de conversación: las acusaciones de abuso sexual en contra del presidente Jimmy Morales.
Muchas preguntas están sobre el tapete. ¿Es el presidente Morales un depredador de mujeres? ¿Existen pruebas concretas de la comisión de algún delito, más allá de los señalamientos de terceros? ¿Si acaso éstos fueran ciertos, se atreverán las supuestas víctimas a declarar en contra del mandatario? Y sobre todo, ¿en qué terminará este escándalo?
Con la información disponible hasta ahora, estas preguntas no pueden recibir respuesta aún, pero ante la gravedad de los señalamientos, la nueva Fiscal General, Consuelo Porras, ha anunciado que se reunirá este lunes 9 de julio con una de las personas que le ha puesto el dedo al mandatario.
De hecho, si el Presidente está tranquilo con su conducta, quien debería exigir con más ímpetu que se llegue al fondo de este asunto es él mismo. Una declaración convencida y contundente de su parte sería mucho, pero mucho más eficaz que atacar la conducta y la integridad de quien le señala. Levantar el dedo y decir “míralo eh, míralo eh”, es una defensa muy pobre.
Guatemala es un país machista donde el abuso sexual es endémico: mucho más extendido y severo de lo que suponemos.
Como periodista, durante décadas he escuchado comentarios en voz baja de hombres poderosos que creen que su posición les da derecho de pernada y actúan en consecuencia, como si fueran señores feudales.
Estos depredadores suelen provocar encerronas con subalternas o proveedoras que muchas veces acaban accediendo a sus demandas porque no pueden darse el lujo de perder el empleo o la relación política con el funcionario.
He escuchado este tipo de historias concretas, con nombres y apellidos, por mucho tiempo. Entre quienes las comparten se encuentran testigos de primera mano: allegados que observan asqueados cómo funcionarios que se las llevan de honorables hombres de familia se comportan como verdaderos animales.
Lo he escuchado también de mujeres ofendidas que nunca se atrevieron a denunciar por miedo, no solo por miedo al agresor, sino a esta sociedad que tiene una vocación irredenta por estigmatizar a la víctima, escarnecerla y culparla de lo ocurrido.
En el caso del Presidente Morales, lo que en concreto existe en este momento son tres ciudadanos que se han hecho eco de la acusación: el columnista de elPeriódico, Edgar Gutiérrez; el director general del vespertino La Hora, Oscar Clemente Marroquín; y el ex secretario de política criminal del Ministerio Público, Rootman Pérez.
Los tres son profesionales cercanos a los círculos políticos, personas prominentes que conocen la ley y están conscientes de las consecuencias de sus actos. Saben que la acusación es grave y que en la misma se juegan la credibilidad y el prestigio profesional.
Gutiérrez ha dicho que él escuchó un audio y varios testimonios. Pérez dice que al Ministerio Público llegó una persona que quería conocer cuáles eran las condiciones para hacer una denuncia como esta.
Sin embargo, para que una acusación como esta prospere, se requiere del testimonio de la o las víctimas: que éste se concrete y que luego se sostenga.
Han pasado 20 años desde que estalló en Estados Unidos el escándalo de la becaria Mónica Lewinsky, que sacudió la presidencia de Bill Clinton pero no fue suficiente para ponerle fin. El contexto político es muy distinto hoy, en el mundo del #MeToo.
Aún así, considero que el escándalo más serio que enfrenta hoy el Presidente es el de financiamiento electoral ilícito. El señalamiento de agresión sexual es mucho más espinoso, complejo y difícil de probar.
Sin embargo, la acusación no puede descartarse: es un problema adicional que debilita a Morales, quien ya de por sí es el presidente más débil de nuestra historia democrática, y además lo hace a seis meses de la convocatoria a elecciones, cuando los presidentes en tiempos normales, no digamos ahora, empiezan a desdibujarse y van dejando de mandar.
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