La tragedia de las guerras civiles, como la que enfrentamos en Guatemala de 1960 a 1996, es que dejan heridas abiertas que duelen por décadas, incluso por siglos.
El dolor, y quizá habría que decir el odio, no se apaga ni con la desaparición de los protagonistas de la batallas, como acaba de suceder aquí con la muerte del general Efraín Ríos Montt, acaecida este domingo de pascua, 1 de abril de 2018.
Hay muchas formas de mitigar el dolor de una sociedad donde el enemigo no fue un extranjero invasor, tan fácil de satanizar. Para eso están las políticas de reparación, la construcción de la historia como una narrativa nacional, el arte y la educación.
Pero incluso en las sociedades que parecen tener resueltos sus conflictos internos más amargos, las guerras civiles resurgen cada cierto tiempo, sobre todo en momentos de incertidumbre y adversidad, como ese fantasma incómodo, difícil y acaso imposible de olvidar.
Ahora mismo, en Estados Unidos las estatuas de los generales del ejército confederado del Sur, que se enfrentó a las fuerzas de la Unión de 1861 a 1865, son la piedra de toque de pugnas añejas y actuales que encuentran ahí una nueva arena.
Sucede también en España, donde desde hace algunos años se escuchan reclamos por los muertos de la guerra civil que asoló a ese país de 1936 a 1939.
¿Cómo iba a ser diferente aquí, donde el enfrentamiento armado interno duró 36 años y dejó decenas de miles de víctimas, más que en cualquier otro escenario de la guerra fría en América Latina?
Sin duda, la muerte del general Efraín Ríos Montt, figura emblemática del capítulo guatemalteco de esa guerra, marca un hito, pero no cierra las llagas de ese conflicto que aún supura. Para sanar esas heridas hacen falta acuerdos políticos fundamentales y sobre todo, mejores condiciones de vida para todos los guatemaltecos.
Tal vez se pueda hablar del fin de una guerra a partir de los muertos, pero la paz es siempre tarea de los vivos.
Recuerdo que cuando se firmó el fin de la guerra, en 1996, algunos de los cuadros políticos de entonces me lo dijeron, que la paz verdadera vendría solo con el desarrollo integral y sostenible en todo el país, y especialmente, en las zonas más afectadas por el enfrentamiento.
Antes pensaba que hasta que no hubiera una generación que hubiera crecido después de la guerra, que no hubiera padecido en carne propia su cauda de horror y muerte, no tendríamos paz. Ahora pienso que hasta que no tengamos una generación que goce además de mayor prosperidad, el conflicto armado seguirá siendo una herida abierta y un reclamo perenne.
El general Ríos Montt ha muerto este domingo de pascua y poco a poco, seguirá desapareciendo la generación de la guerra, pero es iluso esperar que esas muertes pongan fin a las disputas irresueltas. Nos toca a nosotros, los que venimos después, construir los acuerdos y las condiciones de la paz que aún nos espera como destino inacabado, como tierra prometida.
Más de Dina Fernández: