Agachada entre una cama y una camilla de metal, María M., estudiante de 5to año de medicina de la Universidad Rafael Landívar, pasó las dos horas más angustiosas de su vida, en el tercer nivel del Hospital Roosevelt, escondida junto con cinco médicos y una paciente.
Antes de atrancar la puerta con escritorios y archivos, habían pasado momentos de febril agitación, para esconder en cuartos y bodegas del área de ginecología a las nueve pacientes, la mayoría recién operadas de cesárea, que esperaban en camillas en el corredor a que se les asignara una cama.
A María M. le hubiera tocado quedarse junto a una veintena de estudiantes de medicina, a quienes encerraron en un aula, pero no toleró la idea de quedarse ahí, mientras afuera se escuchaban gritos, balazos, alarmas y el estruendo de la policía botando puertas para buscar a los sicarios que tomaron por asalto el hospital Roosevelt, en un ataque que dejó siete muertos y 12 heridos y que tenía por finalidad última propiciar la fuga de un reo que se encontraba en el lugar.
“Las pacientes estaban aterrorizadas, por ellas y por sus bebés", narra María.
Junto a los médicos, enfermeros y demás personal del Hospital Roosevelt, los universitarios ponen su vida en riesgo todos los días por atender a la población. En esta ocasión, uno de los "externos" salvó la vida de milagro, pues un balazo le cayó en la espalda y lo protegió el libro de anatomía.
El jefe de ese sanatorio, el doctor Carlos Soto, tiene toda la razón al exigir que los hospitales públicos no pueden seguir atendiendo reos. El sistema de administración de justicia debe buscar una solución para los presidiarios, como construir clínicas en las cárceles o crear unidades móviles para pruebas de laboratorio o emergencias sencillas.
Especialmente aberrante es el caso que detonó el ataque en el Roosevelt. Por un pinche examen de sangre --no por una enfermedad grave—fue que se trasladó al reo Anderson Daniel Cabrera Cifuentes a la emergencia de ese sanatorio. Ese movimiento de altísimo riesgo le costó la vida a siete personas y puso en peligro a cientos de personas inocentes. Además que el reo terminó fugándose y ahora anda libre en la calle.
Perdonen, pero aquí nos enfrentamos a una soberana imbecilidad o nuevamente, a la corrupción. Imposible que a un reo con más de 20 crímenes graves en su curriculum, en cuenta asesinatos, lo muevan a un hospital por un examen de sangre.
Los médicos ya enfrentan situaciones extremas en los hospitales públicos, como el crónico desabastecimiento, como para que además estén en peligro constante de convertirse en rehenes de delincuentes.
Tengo familia y amigos que han trabajado en hospitales públicos y las historias que cuentan de pandilleros son inauditas. Por ejemplo, que las maras irrumpen en los sanatorios y ejecutan a sus enemigos, incluso en camillas cuando se les está dando atención de emergencia. O que invaden la emergencia y a punta de pistola, exigen al personal que le salven la vida al "hommie".
No puede ser. Los médicos no pueden vivir sometidos a esa presión. Esta debe ser la última vez que contamos esta tragedia.
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