El ruido de las sirenas le dijo que había llegado su hora. Tuvo todo un año de suerte, pero las buenas rachas se acaban. Algún familiar le aconsejó que saltara por el jardín trasero de la casa y huyera, pero ella prefirió abrirle la puerta a la Policía: no quería una vida de fugitiva.
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La fiscal se asombró de que fuera la propia sospechosa la que los recibiera y que, además, confesara todo de inmediato. "Solo le pido una cosa", le dijo, "déjeme irme en mi carro, no soportaría que los vecinos me vean esposada en una patrulla". La fiscal accedió con una condición: manejaría un policía y otro iría en el asiento trasero. Carmela se quitó las joyas, se puso un pantalón de algodón, una camisa de franela y unos tenis. Su empleada doméstica le preparó un maletín con ropa limpia para varios días. Eso fue hace diez años, lleva la tercera parte de su condena viviendo en prisión.
"Yo nunca hice nada malo, siempre fui honesta, cuidé a mis hijos, fui una buena madre", dice mientras cruza los dedos sobre las piernas, sus manos son ásperas y sus uñas están gastadas y sucias, solo un anillo de oro que brilla en el índice recuerda que fue una ama de casa elegante. "Si estoy aquí es por culpa de mi marido".
Su vida era normal hasta que empezaron a llegarle rumores: habían visto a su esposo con otra mujer. Ella se puso en alerta: revisó sus llamadas, sus correos, sus horarios, pero no halló ninguna prueba acusatoria. Sin embargo, las voces no cesaban: les habían visto entrar en un hotel, en algún balneario, salir del cine tomados de la mano.

Carmela lo seguía, pero él sabía siempre jugarle la vuelta. Más tarde la gente le contó quién era la amante: una vecina que recién era mayor de edad. Carmela pensó entonces que lo más sensato sería hablar con los padres de la niña, para que ellos la castigaran, pero la madre no fue nada receptiva, ofendida le dijo que su hija jamás saldría con un viejo como su marido, "usted es vieja y fea por eso está con él, pero mi muchachita es distinta", concluyó la frase con un portazo. Carmela no consiguió paz, sentía que 16 años de matrimonio se esfumaban como quien sopla una semilla voladora.
Los rumores fueron, poco a poco, tomando forma de certezas. Su marido le era infiel, lo que es peor, la amante estaba embarazada. La tarde que empezó todo, Carmela iba a lavar los pantalones de su esposo, esta vez no estaba espiando, fue una completa casualidad que hallara una cédula. Era una cédula nueva, con una foto reciente y en las últimas páginas una anotación que hizo que las piernas dejaran de sostenerla. Su esposo se había vuelto a casar, esta vez con una niña de 18 años.
Carmela entró en cólera, pero no pensó en envenenarlo, en echarlo de la casa, en demandarlo por bigamia, pensó en arrastrar por el pelo a la mujer que, según ella, destruyó su familia. Fue a buscarla y en la puerta se topó con la madre, hubo gritos, insultos y un alboroto que hizo que el padre de la muchacha saliera con la pistola en la mano. Cuando Carmela lo vio se le abalanzó y forcejeó hasta que se apoderó del gatillo: disparó una vez y la bala le rozó la cabeza, disparó una segunda vez y el tiro dio justo en mitad de los ojos del hombre. Había matado al padre de la nueva esposa de su esposo.

Hoy vive recluida, pasa los días limpiando frijoles y añorando los días en que servía el desayuno a sus tres hijos. Dieciséis años de matrimonio que terminaron mal. Ahora, su exesposo vive feliz con su chica joven y sus dos nuevos hijos en una casa grande y llena de vida.
Ella vivió los últimos años regurgitando su cólera en un cuarto minúsculo de una prisión, pero eso ya pasó. Aprendió a perdonar y a arrepentirse. "No sé por qué no lo dejé así", dice, "mis hijos, mis amigos me decían que lo dejara, que me fuera, que no hiciera nada, pero yo no pude, no podía con el odio que le tenía".
