Vivir en casa “ajena” es una de las grandes constantes habitacionales de Guatemala. Tener casa propia es un privilegio de muy pocos y es una mezcla del arduo trabajo de alguien y algo de suerte.
En alguna de mis múltiples mudanzas por esta ciudad, una de la época de estudiante, viví en casa de doña Zoily, una señora luchadora, arrecha sería la palabra justa.
Estaría por llegar a los sesenta años doña Zoily , vivía del alquiler de dos habitaciones de su casa y de una jubilación del IGGS que apenas alcanzaba para cubrir cosas muy básicas. Había enviudado varios años atrás y su vida era una lucha diaria por mantener una dignidad hermosa que le caracterizaba.
Me mudé a su casa en los primeros años de la universidad y mientras yo leía los clásicos de la literatura occidental ella se debatía contra un cáncer que hace pensar en los grandes huracanes del caribe.
Fue una de las primeras cosas que me dijo al llegar: “tengo cáncer en el estómago y hace seis meses me dieron tres de vida, acá estoy”. Entera de espíritu y del cuerpo, pues como se puede estar con 60 años encima y un cáncer voraz.
Algunos meses después el cáncer se había expandido hacia el esófago y doña Zoily seguía de frente, entre las quimio y radioterapias esta mujer se debatía, día a día, contra la muerte, la suya propia.
Pero su lucha tenía un pequeño secreto simbólico, doña Zoily le puso nombre a su cáncer, Evaristo. Me consta que lo hizo por puro gusto, le sonaba jocoso el nombre, jocoso y tierno a la vez. Si iba a atravesar su propio infierno, que es lo que es un tratamiento de cáncer, pues lo haría con, al menos, un personaje simpático.
Jugaba doña Zoily con el Evaristo, “ahí va el ingrato, ¡necio es!”, le contaba a las visitas. Más de una noche la escuché insultarlo. Entre los dolores propios y los malestares del tratamiento, la noches eran groseras, y resistir del lado de la vida requiere coraje, coraje y saber contra qué se resiste, contra el canijo Evaristo.
Viví dos años en esa casa y para cuando me despedí de ella apenas quedaban rastros del cáncer en el esófago.
Hace algunos años pasé por su casa, su hija me recibió y me hizo sentar en la sala. Minutos después apareció con doña Zoily del brazo, una viejita bordeando los 80 años, entera, sin Evaristo.
Y la pensé en estos días enredados para el país, entre la política, los terremotos y los huracanes más al norte. La zozobra nos suele dejar una sensación de extrañeza que incluye, por supuesto, la de resistir del lado de la vida, por las razones que sean, ahí, aprendiendo a ponerle nombre a nuestros males.
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