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El palomar y los agujeros gigantes

  • Por Soy502
22 de junio de 2017, 10:00
El agujero del Barrio San Antonio provocó psicósis entre los guatemaltecos. (Foto: Cortesía Archivo Nuestro Diario)

El agujero del Barrio San Antonio provocó psicósis entre los guatemaltecos. (Foto: Cortesía Archivo Nuestro Diario)

Era 2010. En la ciudad cundía el pánico tras la aparición de un enorme agujero de unos 30 metros de profundidad en el barrio San Antonio, zona 6, que se tragó una casa de tres pisos. Varios de los muertos aparecieron flotando en el río Las Vacas; otros jamás aparecieron.

A la psicosis diaria que provocaba el miedo a un asalto armado en la camioneta o en el tráfico se sumaba ahora el miedo a ser engullido por un agujero gigante. Vecinos de diferentes zonas de la ciudad comenzaron a llamar a la redacción. Decían que en sus casas también habían aparecido agujeros y que se escuchaban retumbos. Había cundido el pánico y los agujeros gigantes eran el nuevo “cuco”.

Un día salí con el colega fotoperiodista Walter Peña, para atender la llamada de un grupo de vecinos de la zona 7. “Es un palomar”, dijo Walter cuando vio la dirección. En mi rostro se dibujó un signo de interrogación. No sabía que era un palomar pero pronto lo descubriría. 

Durante el trayecto en carro, imaginé un muro blanco dividido en pequeños compartimentos, cada uno con una palomita en su interior.

Llegamos. El lugar era como una versión escuálida de la vecindad del chavo del ocho: un patio central con pilas para lavar la ropa y tendederos, y una serie de puertas que conducían a diminutas viviendas sin ventanas, como los compartimentos de un palomar. En cada una vivían no menos de 10 personas.

Hace unos días, recordé la escena cuando leí que había aparecido un nuevo agujero en la zona 7.

Una señora, con el semblante consternado, me mostró un agujero de medio metro detrás de una de las pilas. Saqué mi libreta y encendí la grabadora mientras mi compañero tomaba las fotos. Decía que escuchaban ruidos y que después del incidente del barrio San Antonio, no dormían pensando que de repente el agujero se ensancharía y los engulliría a todos como una enorme boca hambrienta.

Otra señora salió de una de las diminutas viviendas y me dio un vaso de limonada. En ese momento me percaté de una tercera señora que pintaba la pared donde había aparecido el agujero con esmero y concentración.

Las tres doñitas, con su formalidad, su cortesía con el visitante y su preocupación por el orden y la pulcritud, incluso en ese momento de psicosis colectiva en que todos temían que la tierra se los tragara, me recordaron a mi madre y me enternecieron. 

La imagen de la señora pintando el mismo muro roto que al día siguiente podía desvanecerse no pasó desapercibida para el ojo observador de Walter y fue la foto del día. “¿Ya vio, Güichita, cómo cuidan el ornato?” me susurró al salir.

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