Tiene le rostro enjutado y curtido, como un anciano, aunque apenas pasa de los 50. No es extraño que esté así de avejentado. Las cárceles de Guatemala son duras y Rigoberto Morales Barrientos, alias Rigorrico, ha pasado ahí los últimos 20 años.
En la década de los años 90, fue uno de los criminales más buscados del país. Lideraba entonces la banda de secuestradores conocida como “Agosto Negro”, cuyos crímenes sembraron terror en Izabal y Retalhuleu.
Rigorrico no solo regentaba esta estructura criminal, sino que se hacía cargo de los actos más atroces, como cortarle los dedos a las víctimas, entre las cuales hubo varios niños, jóvenes y mujeres.
Por la magnitud y crueldad de sus fechorías, Rigorrico fue condenado a muerte. Sin embargo, la Corte Suprema de Justicia le salvó de la inyección letal y le sentenció a 50 años de prisión en 1998.
Si nuestro sistema penitenciario cumpliera con su razón de ser, ahí debería haber permanecido recluido, sin hacer daño a nadie más. Idealmente, también debería haber encontrado alguna oportunidad de rehabilitación.
Lejos de ello, el caso de Rigorrico es la prueba irrefutable del fracaso de nuestras cárceles y de nuestros esfuerzos por vivir en un país con menos impunidad.
El pasado viernes, las fuerzas de seguridad detuvieron a ocho integrantes de una banda de secuestradores al servicio de Rigorrico, la cuarta que este criminal ha logrado organizar desde la cárcel.
Como el sistema penitenciario está colapsado, como el Estado abdicó la responsabilidad de gobernarlo, como lo único que interesa son los negocios que representa y desde ahí se manejan, Rigorrico lo ha usado para comandar secuestradores y extorsionistas, probablemente con el conocimiento y la complicidad de las autoridades.
Yo recuerdo el terror que ocasionaron los secuestradores de los 90, la lucha titánica que las víctimas y sus familias libraron contra ellos, a veces a costa de riesgos enormes. Cuando los jefes de las bandas más emblemáticas como el famoso "Cangur" o el propio Rigorrico fueron detenidos y sentenciados, lo celebramos como un gran triunfo: un paso adelante en la lucha por el estado de derecho, por la justicia a la que aún aspiramos.
Que 20 años después constatemos que de nada sirvió ese esfuerzo, que Rigorrico sigue delinquiendo desde la cárcel, resulta apabullante.
Ese hombre enjutado, irredento, de mirada torva, encarna el fracaso de nuestras cárceles, pero también de la sociedad, que no ha podido librarse de criminales como él ni de aquellos que se encargan de mantener a las instituciones postradas, porque buscan para sí el cobijo de esa misma impunidad, aunque sea para otros delitos.
Miren a Rigorrico: su rostro es el de ese “statu quo” hundido en corrupción que tantos buscan perpetuar.
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