Kevin Strickland se encuentra preso desde que tenía 18 años y acaba de recobrar la libertad a la edad de 61 años.
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El medio español El País entrevistó a Kevin Strickland, el hombre que estuvo preso durante 43 años por un triple asesinato que no cometió.
La única testigo del ataque armado, que en 1978 lo señaló como responsable de disparar, gestionó para que se le concedieran nuevas audiencias al hombre y se analizara el caso debido a que ella asegura que declaró en aquel año ante la presión policial.
La periodista Amanda Mars habló con Strickland y comienza su narración indicando: "Es difícil ponerse en la piel de Kevin Strickland cuando ni él mismo se siente del todo de ella".
El hombre acaba de recuperar su libertad y se considera que su condena es una de las penas erróneas más largas en la historia de Estados Unidos.
Este es el reporte publicado en El País.
Tiene 62 años, va en silla de ruedas y el trajín urbano le aturde.
El 2 de diciembre, cuando habla con El País, llevaba nueve días en la calle, pero cuenta que sigue en prisión. Llama a su habitación “celda”; a su cama, “litera”, y dice que por las mañanas aún se queda quieto, esperando a oír el timbre que le avisa de que puede levantarse para ir al desayuno hasta que al cabo de un rato se da cuenta de que ya no hay timbre.
Aún duerme sin dormir, en guardia, como se duerme en los sitios donde te pueden matar por la noche.
No reconoce nada de Kansas City, la ciudad de Misuri donde vivía y donde fue enterrado en vida. Sus padres murieron, sus hermanos se distanciaron, su novia se casó con otro y solo ha visto a su hija cinco veces en estas más de cuatro décadas.
Es imposible ponerse en el lugar de alguien como Kevin Strickland cuando ni él mismo lo ha encontrado.
“Sé que estoy despierto, pero no dejo de pensar que alguien me va a zarandear y decirme que no, que estoy soñando, que me han tomado el pelo, que sigo en prisión”, cuenta con lentitud en el despacho de los abogados que han llevado su caso, bajando la mirada continuamente.
Se disculpa varias veces durante la conversación. “No sé hablar con gente normal, me he criado entre animales”, dice, con una dulzura repentina y desconcertante.
Cuando entró en prisión gobernaba Jimmy Carter y de todo lo que ha pasado después se ha abstraído voluntariamente como estrategia de supervivencia.
El 11-S no sacudió su vida, la caída del muro de Berlín le importó un bledo, los nombres de Barack Obama o Donald Trump significan poco para él.
“Necesitaba desconectar del mundo exterior para no sufrir, sobre todo evitaba ver la publicidad, todas esas cosas que yo jamás podría tener, me dolía demasiado”, cuenta.
La acusación
Strickland siempre se declaró inocente del crimen.
El 25 de abril de 1978, tres veinteañeros –Sherrie Black, Larry Ingram y John Walker– murieron a tiros en una casa en un barrio obrero de Kansas City.
Dos condenados por el crimen, Vincent Bell y Kim Adkins, se declararon culpables, pero juraron que él no tenía nada que ver.
Los familiares habían corroborado su coartada de aquella noche. No importó. El caso se cimentó básicamente sobre el testimonio de la única superviviente de la balacera, Cynthia Douglas, que resultó herida y más tarde se retractó alegando presiones policiales.
Había sido capaz de identificar solo a dos de los agresores y, a las 24 horas del suceso, aún en pleno shock –tuvo que hacerse pasar por muerta para evitar que la remataran– le pusieron ante una fila de sospechosos, entre ellos, Kevin Strickland, al que la Policía había ido a recoger a su casa esa mañana en la que iba a cuidar de su hija.
Douglas lo conocía del barrio, lo señaló y su vida pasó a ser la vida del recluso 36.922.
Kansas City, como muchas otras ciudades estadounidenses, vivía entonces una ola de criminalidad aterradora y los fiscales y las fuerzas de seguridad ansiaban cerrar casos, ofrecer justicia.
Strickland no tiene derecho a ninguna indemnización porque la Ley de Misuri establece que solo pueden beneficiarse de ellas los exonerados a partir de una prueba de ADN.