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Una madrugada frente al casino, con sabor a derrota

  • Por Soy502
28 de marzo de 2017, 05:00
Los jugadores pueden llegar a perder todo su patrimonio.

Los jugadores pueden llegar a perder todo su patrimonio.

Eran las dos de la mañana. Venía de un concierto de Romeo Santos y me encontraba afuera de un hotel capitalino. A la par había un casino de donde iban saliendo los últimos jugadores y unos jóvenes uniformados. Me imagino que eran los trabajadores del casino.

Todos esperábamos, sentados en las gradas o en la alfombra, a que dieran las cinco y comenzaran a pasar las primeras camionetas. 

En un lado estaban sentados los jugadores, en otro grupito estaban los trabajadores del casino, absortos en un juego en el celular, y yo trataba de resguardarme del frío, acurrucada en la alfombra, como un gato, lamentando no haber traído un suéter más grueso.

Una señora que había salido del casino parecía consternada. Se había gastado todo el dinero que llevaba y decía que sus hijos la iban a regañar. Hasta se había gastado los últimos dos quetzals para el pasaje de regreso a Villa Nueva y a cada uno de sus compañeros de juego les pedía una moneda. Sacudían la cabeza y se excusaban; me imagino que también lo habían perdido todo

Un señor que estaba sentado junto a ella decía que vendería una estufa que tenía y que le darían por lo menos mil quinientos quetzales. Con tono desafiante, decía que volvería al mediodía, cuando abriera el casino. Tenía la mirada fija en un punto indeterminado, como si lograra visualizar ese momento en el que el crupier tiraría la bola sobre el tapete, la bola se detendría en la casilla de la suerte y el crupier anunciaría el número ganador: el suyo, y él se levantaría, triunfante y ufano, a recibir sus ganancias.

La adrenalina que corría por sus venas mientras la bolita rodaba por el tapete hacía que valiera la pena vender la estufa, gastarse los últimos quetzales para el pasaje, jugarse hasta el pellejo para un día salir invicto y con la frente en alto. Ese día saldría con los bolsillos abultados de billetes, no a sentarse en las gradas a mascullar su derrota sino a pagar ronda tras ronda de tragos para todos.

Había sido una mala noche, pero se aferraba a la esperanza de que la próxima fuera diferente y de que el sabor del triunfo pudiera borrar, en un instante, la amargura de todas las pérdidas anteriores.

Mientras observaba su semblante y su mirada absorta me preguntaba qué haría cuando ya no hubiera estufa que vender. ¿Empeñar la casa? ¿Vender un riñón?

Un sol tímido se asomaba en el horizonte, el cielo comenzaba a teñirse de tonos rojizos y anaranjados, y ya se escuchaba el ruido del tráfico en la calzada Roosevelt. Era hora de irme a casa.

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