Pasa con diciembre que es el fin de todo. Es el mes sin tiempo: se escurre, vuela, se termina de llevar aquello que todavía estaba en pie y lo lanza sobre una hamaca muy extraña.
Se acabó el año pues, señoras y señores. Pocas veces esto coincide también con el final del Tzolkin, el calendario espiritual maya que justo este 6 de diciembre llega al Waxaqib Batz, y vuelve otro conteo de 260 días y va de nuevo el ciclo.
Los villancicos, los Bukis, La navidad de los pobres de los Tigres, José Feliciano, hasta el General con su Jingle belele entran en el soundtrack decadente del fin de año, junto con aquella cumbia legendaria de Yo no olvido el año viejo que todo indica que es del compositor colombiano Crescencio Salcedo Monroy, un campesino autodidacta que nos llenó la vida de sabor. Así se llena todo de ese ritmo aguardentoso y tamalero de las fiestas.
Los hombres urbanos del trópico no tenemos la menor idea de qué es un ciclo. No lo llevamos en el cuerpo, no miramos la luna, no sembramos la tierra: solo tenemos el final del calendario gregoriano que nos indica que algo está terminando. De ahí que la masculinidad entre en depresiones, euforias y cuanto desbalance venga con las fechas. Mucho tiene que aportar al respecto el pensamiento femenino. Y sí, la vida son ciclos y afortunadamente terminan.
Terminará el 17 con todas las cargas que trajo. El futuro es tan vulgar, dirían por ahí, y cada año se pone más complejo y el cuerpo lo sabe y así funciona. Con el aumento de la presión de los días, aumenta también la concepción de la belleza: el 18 será un año más duro y más bello y más distinto. Comparar años, que es un hábito más viejo que la maña de pedir prestado, será como equiparar las peras-manzanas de nuestra existencia: siempre los comparamos y jamás serán comparables, por devenir elemental, porque, ¡carajo!, vaya si no es diversa la vida.
De lo que venga, quién sabe, pero todavía tenemos unas semanas para cerrar el año, eso sí, terminar de soltar cosas, desatar nudos, ordenar las gavetas, pagar las deudas en vez de matarse el aguinaldo. Todavía hay chance de ser críticos, de mirar para atrás como quien necesita agarrar aire. Me resulta tan chambón eso de "para atrás ni para agarrar aviada", esa maña de pretender ir siempre para adelante nos ha metido en cada agujero innecesario.
Más allá de los tamales y los tragos, de los convivios y del burrito sabanero, más allá de los regalos y los cohetes, el final del año es un ciclo importante que termina, y vale la pena parar, y volver. Ser autocríticos es lo mínimo que deberíamos a estas alturas de la vida.
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