La crisis política, económica y social que vive hoy Venezuela, y que tiene al mundo en vilo, no es producto de que “a Chávez se le ocurriera reformar la Constitución”.
Si en Guatemala decidimos crear un Consejo de Administración de Justicia, ello no implica que en diez años se vaciarán las estanterías de los supermercados o que estaremos condenados a hacer colas interminables para obtener una ración de pan.
Puedo entender que reformar la Carta Magna genere dudas y temores. Pero de eso a esgrimir el argumento de que hacer un intento por fortalecer al Organismo Judicial nos pondría al “borde la dictadura” es irresponsable y temerario.
Partamos por el principio. En Venezuela no se reformó la Constitución, sino que se suprimió una y se hizo otra. El entonces presidente Hugo Chávez perseguía refundar la República y, para ello, integró una Asamblea Nacional Constituyente. El nuevo texto constitucional fue aprobado por el 88 por ciento de los electores, el 25 de abril de 1999. Pero cabe señalar que el índice de abstención fue histórico (el 62 por ciento de venezolanos no acudió a las urnas), y que desde ese momento quedó claro que el país sudamericano estaba ya dividido entre quienes apoyaban al “socialismo del siglo XXI” y quienes estaban en contra. El ejercicio fue el pistoletazo de salida con el que arrancó un proyecto político que había aglutinado en torno a él a un sector de la población que se sentía excluido. En el caso de este país, ¿quién sería ese caudillo que, con el poder que le confiere el electorado, pretende convertirnos en la sede centroamericana de Caracas?
Los problemas de ingobernabilidad, violencia o inseguridad que vive hoy Venezuela no se originan en que la Carta Magna de 1999 haya declarado al país pluricultural. La raíz es mucho más profunda y data, incluso, desde antes de que Chávez llegara al poder en 1998, cuando el país aún no se había despertado del trauma nacional que representó “El Caracazo”.
La hiperinflación, por otra parte, es producto de una serie de factores externos e internos, entre los que figuran: un pésimo manejo de los recursos, la inusitada e imprevista baja en los precios de petróleo, el cierre de fronteras, el declive en la producción y la impresión de papel moneda sin respaldo. No entiendo cómo hacer un vínculo entre la situación económica que hoy vive la que fuera una de las economías más sólidas de la región (y que aún, en teoría, mantendría un Producto Interno Bruto muy superior al nuestro) y la futura realidad de Guatemala, si le diéramos luz verde a promover la independencia judicial.
Entiendo que haya dudas en torno a la creación del Consejo de Administración de Justicia. Y es preciso abordarlas una por una. Para perfeccionar lo que contempla el Artículo 209, estamos aún en el momento de escuchar propuestas distintas y de hacer cambios.
Pero transformar el sistema de justicia es una tarea urgente para la que nunca habrá momento más idóneo que el actual. No se trata de esperar a un futuro Congreso. O de confiar en que, mágicamente, las Comisiones de Postulación actuarán conforme con su mandato y seleccionarán a lo mejor de lo mejor en las futuras cortes. Confío todavía en el diálogo. Pero no es posible desarrollar conversaciones serias, si el argumento es que “se viene el coco” o que estamos a un paso de convertirnos en Venezuela.
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