Cuatro guatemaltecos han muerto en los últimos días en la travesía hacia el mal llamado “sueño americano”.
Tres de ellos, ahogados en el Río Bravo: una mujer de 37 años, un adolescente de 16 y una niña de 15. El cuarto, Frank Fuentes, de 20, falleció asfixiado dentro de un contenedor abandonado en el estacionamiento de un centro comercial de San Antonio, Texas. Había llegado a Estados Unidos de niño, fue deportado y pretendía reunirse con su familia.
Dos connacionales, un adolescente de 17 y un joven de 23, sobrevivieron a ese infierno. En la parte trasera del camión, los encargados de traficar seres humanos habían amontonado a, por lo menos, 100 personas, que se turnaban para respirar a través de la única rendija disponible en la pared del tráiler.
El conductor, el último de los responsables en esta cadena del horror, “no escuchó” los golpes ni los gritos de quienes veían morir, impotentes, a sus 10 compañeros de travesía. Clamaban por agua.
En los últimos días perdimos a cuatro guatemaltecos que expulsamos de este país sin miramientos. Nadie emigra al norte en plan de vacaciones. Todos van conscientes de los horrendos peligros que enfrentarán en el camino: despojos, extorsiones, violaciones, hambre, frío, sed y un extremadamente doloroso sinfín de etcéteras. Igual, se la juegan. Y lo hacen con la esperanza de encontrar un trabajo.
“Arriesgan su vida para salvarla”, decía esta semana el padre Juan Luis Carbajal, de la Pastoral de la Movilidad Humana.
Quienes migran lo hacen para no morir de hambre. O para no ser víctimas de la violencia imperante en los sitios donde viven. O para reunirse con sus familias, que se les adelantaron en el viaje, desterrados por las mismas causas.
“Los migrantes”, amplía el padre Carbajal, “son el rostro visible de los desequilibrios sociales de esta región”.
De esta necesidad se aprovecha la “industria” del tráfico de personas. Así, un coyote entrega al migrante a otro como él. Y este otro a uno más. De uno en uno hasta llegar al piloto del camión-contenedor (si se emplea este método, más caro que el de deambular por el desierto hasta alcanzar la frontera).
Cada eslabón de la cadena, entre perversa y esperanzadora, lucra con el sufrimiento de quienes no encuentran trabajo en sus países o que huyen de las pandillas que les acosan en su vecindario. Son en realidad muy valientes. Y también heróicos. Porque tampoco tienen garantizado el paraíso cuando llegan a su destino. Para la mayoría, las jornadas laborales serán más allá de arduas. Les abundarán, además, la soledad y la nostalgia. Para ninguno de ellos ser indocumentado es la situación ideal. Ni por asomo.
Pero, ¿qué sería de este país sin las remesas? ¿qué haríamos sin ellos?
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