La crisis provocada por el fallido intento presidencial de expulsar al Jefe de la CICIG, Iván Velásquez, ha dejado muy claro que la sociedad está dividida. No tanto por las ideologías políticas in strictu sensu, pero sí por la forma en que pensamos debe enfrentarse la lucha contra la corrupción y las mafias enquistadas en el Estado.
Un país con la frágil institucionalidad de Guatemala no puede darse el lujo de estar tan profundamente fragmentado en algo tan elemental como la búsqueda de justicia y la aplicación de la ley.
Hace rato que lo vengo diciendo, pero después de esta sacudida, el tema es ineludible. Necesitamos generar un acuerdo que defina ámbito, tiempos y criterios para la lucha contra la corrupción: algo así como un marco de justicia transicional para la corrupción endémica, sistémica y generalizada que cooptó a la sociedad entera.
Mi propuesta no es de jurista --no lo soy-- sino de ciudadana con sentido común.
Las actuales autoridades, con el apoyo de CICIG, no tienen los recursos necesarios para investigar todos y cada uno de los casos de corrupción del pasado reciente: son tantos que resultaría imposible procesarlos todos.
Además, hay demasiada gente involucrada. ¿Qué hacemos? ¿Metemos al país entero a la cárcel? ¿En cuáles para comenzar, si no tenemos?
No existen ni siquiera las capacidades logísticas para investigar y procesar a todos y cada uno de los personajes que podrían tener "colas machucadas".
Existe ya el caso de un empresario de transnacional, acusado de financiamiento ilícito, que acudió a los tribunales con extrema discreción, confesó sus culpas, colaboró explicando todo lo que sabía y entregando medios de prueba, fue sancionado con penas reducidas y se le obligó a entregar una reparación económica por el daño causado. Ojo aquí con los verbos porque marcan una ruta: confesar, colaborar, expiar y reparar.
Estoy segura que con buena voluntad --y auténtico interés por erradicar la impunidad y buscar justicia-- se podría definir un camino de sumisión a la ley para muchas personas que hoy actúan presas del miedo.
Con eso se podría recuperar algo de paz social, pero no se transforma el sistema político. Ese ámbito también es urgente abordarlo, pues no podemos seguir con un Congreso siniestro como el actual.
Hay varios grupos políticos y académicos que ya han trabajado propuestas para reformar de fondo la ley electoral y de partidos políticos: hay que escucharlos y garantizar sí o sí, un nuevo andamiaje legal para la participación democrática.
Existen otros temas ineludibles, como la administración de justicia, que no de ahora, sino de hace muchos años, requiere de cambios esenciales, como afianzar la carrera judicial y la integración de cortes más independientes.
Diferencias entre nosotros siempre van a existir: si las hay en una familia, ¿cómo pretender que desaparezcan en una sociedad? Lo que necesitamos es aprender a discutirlas, pero de una manera renovada y con ánimo de llegar a acuerdos que sí se cumplan y sí satisfagan los puntos irrenunciables.
Durante demasiado tiempo dejamos crecer la corrupción, la toleramos y la normalizamos. Basta ver nuestros índices de desarrollo y nuestras carreteras destruidas para entender a dónde nos ha llevado ese sistema. Es inviable --absolutamente insostenible-- seguir así.
Si no cambiamos ahora...no habrá punto de retorno posible.
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