Con horror, con tristeza y a veces hasta con vergüenza, he visto en los últimos días cómo las redes sociales se llenan de odio a raíz de la sentencia del caso Molina Theissen, donde se juzgó la desaparición forzada de un niño de 14 años, ajeno al conflicto armado.
Coincidentemente, por courier recibí una serie de recuerdos que mi tía Luz María, que vive en California, me heredó: objetos y cartas de familia que ella ha decidido legarme a mí, luego de perder a dos de sus hijos.
Entre los papeles venía una carta que le escribió mi abuelo Pedro Julio García, uno de los fundadores de Prensa Libre, fechada el 9 de noviembre de 1983, días después de haber sido liberado del secuestro que sufrió, a manos del PGT o Partido Guatemalteco del Trabajo.
Quiero reproducir la carta, no solo porque es un documento de esa época que nos desgarra, sino porque me parece valioso que en ese momento, en 1983, sin duda uno de los puntos más oscuros de nuestra historia, mi abuelo eligió hablar del amor, cuando él mismo salía de la peor experiencia de su vida, una que, lo sabríamos más tarde, le quebró el espíritu y tuvo un sinfín de consecuencias para todos.
Estas son sus palabras:
“Mi querida Lucy,
Gracias por tus emotivas palabras y tus pensamientos cariñosos, que caen en tierra propicia ahora que ha terminado la pesadilla que tú sabes. Durante los días en que, vendado y sin poder comunicarme con nadie, mi pensamiento se llenó durante muchas y largas horas con recuerdos de la gente querida. Por mis ojos a oscuras pasaron, como en una pantalla chica, los rostros, las figuras de mis padres, de mis hermanos, primos, sobrinos, etc, y debes estar segura que logré enfocar con gran precisión los rostros de Grace, de Carlitos, de Rudy y, especialmente, el tuyo, pues sabes bien que siempre fuiste de mi preferencia.
Esos pensamientos me hicieron mucho bien y me ayudaron a soportar el suplicio. Ahora tus líneas son un lenitivo más y me reportan gran gozo. Gracias, Lucy linda, por tu recuerdo y tu cariño. De ti siempre estoy enterado por Dina. Sé por eso que estás bien, que eres feliz y que tienes una linda familia. Precisamente aquí estoy viendo, en la máquina de Dina, los retratos de dos de ellos. La nena te da un aire, sobre todo en los ojos. Es linda.
Salúdame a tu esposo y dile que deseo para todos Uds lo mejor de la vida: mucho amor, mucha comprensión, mucha tolerancia, todo lo cual se traduce en felicidad.”
Más de tres décadas han pasado desde que mi abuelo, un civil que tampoco era parte beligerante en el enfrentamiento armado, escribió esas líneas. El Ejército derrotó a los insurgentes y la guerra se terminó en 1996. Pese a las ceremonias y la fanfarria, la paz verdadera, la que cualquier persona sensata anhela, no la hemos encontrado.
¿Por qué? Les dejo la reflexión pero no para señalar lo que le ha faltado al otro –eso es demasiado fácil-- sino para pensar en el esfuerzo que hemos dejado de hacer cada uno.
Si algo duele de Guatemala es su incapacidad para la empatía, para tratar de entender al otro.
El día que podamos reconocer que ese amor que nos mueve, el amor que lo es todo, al que se aferró mi abuelo en su hora más lóbrega, también late en el otro, en el que insistimos en ver como enemigo, como monstruo, quizá podamos avanzar hacia acuerdos políticos que destierran la violencia, donde prime la justicia, donde todos podamos aspirar a una vida próspera donde haya "mucho amor, mucha comprensión, mucha tolerancia, todo lo cual se traduce en felicidad".
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