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Mi conversación con un campesino

  • Por Soy502
25 de mayo de 2017, 05:24
Las montañas de Quiché, cubiertas por las nubes. (Foto: SmartWiki.com)

Las montañas de Quiché, cubiertas por las nubes. (Foto: SmartWiki.com)

Era 2007. Después de un interminable viaje en camioneta y pickup llegué a la aldea Chel, un puñado de casitas dispersas entre las profundidades montañosas del Quiché.

Había viajado allí para reportear una nota sobre el impacto de un proyecto hidroeléctrico en las comunidades ixiles de la región.

La aldea era tan remota que llevaba menos de un año de contar con un precario suministro de energía eléctrica. 

Me dirigía a la casa de un sacerdote argentino que me había puesto en contacto con los líderes comunitarios de la aldea, cuando un campesino salió a mi paso. Estudiaba mi rostro, tratando de descifrarme y leerme.

“Seño, ¿usted de qué comunidad viene?”, me preguntó con el acento gutural del mayahablante.

“De Inglaterra”, respondí.

Hizo una pausa, pensativo, y me preguntó en cuántos días se llegaba caminando hasta mi “comunidad”. Cuando traté de explicarle que a mi “comunidad” no se podía llegar caminando y era necesario viajar hasta allá en avión, me miró con los ojos bien abiertos.

Después de una segunda pausa, vino la siguiente pregunta. “¿Y qué se cultiva en su comunidad?”

Pensé en mi padre, el agrónomo, un hombre que también amaba la tierra. Pensé en las llanuras de Lincolnshire, la tierra gélida e inhóspita donde él nació y creció y donde también yo nací. Es un lugar remoto, the back of beyond, como se dice en Inglaterra o “el lugar donde el diablo dejó tirado el caite”, como coloquialmente se dice en Guatemala.

Yo tenía menos de un año cuando mis padres tuvieron que dejar, precipitadamente, la finca. De vez en cuando regresábamos para visitar a la familia y mi padre solía quedarse contemplando los cultivos, en silencio. No era una tierra bella pero era suya.

Mi madre, en cambio, detestaba ese lugar con cada fibra de su ser y recuerda los cinco años que vivió allí como lo más cercano al destierro a Siberia. En esos días era un lugar tan aislado que los trabajadores de la finca se le quedaban viendo con curiosidad, tratando de descifrar a la mexicana con su larga melena negra y su piel acanelada, y comprender qué hacía allí, con la misma curiosidad con que el campesino ixil ahora me miraba a mí. 

“En mi comunidad se cultiva repollo y papa”, respondí. “Ah, repollo y papa”, repitió. Para él, igual que para mi padre, la identidad no estaba ligada a un pasaporte sino a su tierra y a lo que esa tierra le daba.

Sus facciones se relajaron. El campesino ixil había descifrado y leído a la hija del campesino inglés.

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