El doctor Carlos Mejía era una persona afable y calurosa: un hombre que invitaba al abrazo fraternal, a la carcajada compartida, a buscar el bien de otros. Lo entrevisté varias veces y siempre el ejercicio periodístico fue a la vez una experiencia muy cordial.
Murió la noche del martes, mientras esperaba en el tráfico. Las autoridades investigan aún si se trató de un ataque directo o si fue víctima de un fuego cruzado entre policías y asaltantes.
Yo lo conocí hace casi diez años, cuando presidía el Colegio de Médicos. En la Asamblea de Colegios Profesionales fue testigo de cómo un grupo de truhanes urdió el robo descarado de cuatro millones de quetzales en un contrato amañado de remodelación del edificio de dicha entidad.
El doctor Mejía lo denunció y encaró al arquitecto que promovía ese proyecto pistola en mano.
En ese entonces, yo hice un trabajo periodístico sobre ese fraude, el cual me valió una serie de demandas judiciales. Mejía no me abandonó y se ofreció a acudir a tribunales a validar lo denunciado.
Era valiente Carlos y a la vez simpático. Entregado a la ciencia, en especial al campo de la epidemiología y a los pacientes de VIH.
Jefe de Medicina Interna del Roosevelt, también fue el creador de su Clínica de Enfermedades Infecciosas que ahora debería llevar su nombre.
Resulta amargamente paradójico que un profesional que se dedicó a salvar vidas usando su conocimiento para detener el avance de las plagas, perdiera la suya en medio de la vorágine más absurda: la de la violencia criminal.
El doctor Mejía era un soldado de la salud pública, uno de esos médicos que sostienen con esfuerzo heroico los hospitales del Estado: de los que capean las huelgas, las carencias y los abusos de algunos, y en medio de ese proceso, forman a las nuevas generaciones de médicos.
No se amedrentaba en las batallas por lo justo. Recibió el fondo de pensiones de los médicos quebrado y se lanzó a la empresa quijotesca de recuperarlo. Con ese fin, tuvo que realizar una Asamblea a la que llegaron más de dos mil médicos en pie de guerra. Cuenta Alejandro Balsells, que lo asistió como abogado, que aquello hubiera sido un zafarrancho de no ser porque Mejía era un hombre muy respetado en el gremio.
La junta directiva que le sucedió en el Colegio de Médicos intentó desmantelar el sistema de pensiones y dejar en la indefensión a los médicos mayores, una lucha, que si no me equivoco, aún continúa.
Con estupor leí la noticia de su muerte en redes sociales. Sentí un mazazo, no solo por la pérdida que significa para el país, para el gremio médico, sino para amigos muy queridos, para quienes Carlos era un hermano.
Entiendo que al menos en dos ocasiones anteriores, el doctor Mejía pudo torear a la muerte que lo acechaba. Esta vez no fue posible.
Que este duelo sirva para sacudirnos, para mostrarnos que entre las balas no se puede seguir viviendo. Que un justo no merece caer abatido así, en medio del delirio cotidiano. Que para esta epidemia, la de la violencia, nos urge construir barreras que sí funcionen.