Era viernes por la noche y estaba acompañando a los bomberos voluntarios de la zona tres que hacían el turno nocturno, con el propósito de escribir una crónica. De repente, sonó la alarma.
La ambulancia salió de la estación a toda velocidad. En unos tres minutos llegamos a la entrada del Barrio El Gallito. Cuando ví hacia dónde nos dirigíamos pensé lo peor: una balacera, muertos, heridos.
Nos detuvimos en una calle oscura donde había un vehículo militar. Uno de los bomberos bajó y tras hablar brevemente con un soldado, se acercó al vehículo. En el interior se vislumbraba una pequeña silueta. Finalmente bajó una chica de unos 16 años, bajita y morena, con el cabello largo amarrado en un cola de caballo.
La chica subió a la ambulancia, donde los bomberos la sujetaron a la camilla. Tenía un golpe en el rostro y el labio reventado. El conductor arrancó, esta vez más despacio, y se dirigió al Hospital San Juan de Dios, en la zona uno.
Durante el trayecto, uno de los bomberos se le acercó, y ella, en voz baja, narró lo que le había sucedido. Él, posteriormente me explicó que unos vecinos la habían encontrado deambulando por la calle, llorando, y la habían llevado al destacamento militar. Había sido violada cuando regresaba de una fiesta.
El bombero anotó el teléfono del padre de la chica en una hoja y se lo dio a las enfermeras al llegar a urgencias. En cuestión de minutos, la ambulancia ya se encontraba nuevamente en camino para atender una nueva emergencia.
En días posteriores, mi cuaderno se llenó de nuevas historias y testimonios. La señora de setenta años que salió a comprar el pan en su colonia y fue violada de una forma tan salvaje que se le desprendió el útero. La joven que fue acechada en un centro comercial por una banda de violadores que en esos días operaba en la calzada Roosevelt y que finalmente fue desarticulada y detenida por la policía. Otra joven que fue secuestrada a menos de una cuadra de su casa y fue repetidamente violada por desconocidos que la mantuvieron amarrada y con los ojos vendados. Nunca supo con certeza cuántos habían sido pero reconocía a cada uno por el olor de su cuerpo.
“Guatemala es una mujer”, gritaba una manifestante durante las protestas convocadas en el Parque Central tras la muerte de 41 niñas en el Hogar Seguro Vírgen de la Asunción.
No se me olvida la frase. Guatemala es una mujer. Una mujer con el rostro golpeado y el labio reventado que llora en silencio, acurrucada en la penumbra en un vehículo militar.