Principales Indicadores Económicos

  • Por Soy502
29 de octubre de 2013, 19:39
Siempre he tenido respeto por los sanates. Sobrevivir en una ciudad como Guatemala no debe ser fácil.

Siempre he tenido respeto por los sanates. Sobrevivir en una ciudad como Guatemala no debe ser fácil.

¡Hey! Hola nuevamente. Supongo que únicamente los amantes de los animales leerán este tipo de blogs ¿O no? Quiero reiterar algo que dije la vez pasada; no soy ninguna experta, ni veterinaria ni adiestradora de mascotas; solo soy una fan muy fanática que tiene entre su bolsillo muuuuchas anécdotas que contar.  (Se supone que en este momento, el público lector debe esbozar una sonrisa natural). Vamos, sonrían un poco.

Recuerdo que prometí contarles sobre mi abuelo, pero antes debo confesar un hecho funesto que marcó mi vida.  Apenas cursaba  Kinder en un colegio de párvulos de la zona 14.  Yo tenía aproximadamente seis años.  Como no tenía mascotas, porque a mi madre no le agradaban, me limitaba todos los sábados a insistirle a mi papá que nos comprara un animal, lo que fuera.  Eso nunca sucedió, hasta que yo me puse demasiado necia y cumplí un par de años más.

...El timbre de las doce cantó la hora de salida.  Bolsones, loncheras y alguno que otro zapato paseando por el suelo en busca de su dueño, pintaban el escenario del vestíbulo contiguo a la puerta de salida.  Un compañerito, (no mencionaré su nombre porque no le conté que aparecería en este blog), esperaba con ansias el eco de su apellido en el megáfono.  Era un niño pasado de valiente; inquieto, popular, y un poco engreído.  Las travesuras eran parte de su menú diario.  Molestaba mucho a las mujeres y le gustaba coquetear y demostrar su hombría a toda costa.  Por eso siempre tenía algún hueso quebrado.  En aquella ocasión,  fueron las costillas.  A finales de los ochentas, los médicos aún enyesaban el esternón, así que ya imaginarán la fuerza poderosísima que le brindaba su lesión.  Se creía Superman.  Incluso, se abría la camisa reventando sus botones para demostrar la solidez de su pecho. ¡Pfff!

Mientras que yo esperaba cerca de la puerta que mi madre fuera a recogerme, un pajarillo negro como la noche, que destellaba un sutil brillo azulado y miraba con ojos de circunstancia; (hablo del famoso sanate o clarinero, cuyo nombre científico es Quiscalus mexicanus), se coló en el pasillo.  Creo que era un pichón. Aturdido por la bulla de un Kinder, fue raptado de un zarpazo por aquel compañerito.  ¡Lo atrapó en pleno vuelo! Yo estaba atónita, no lo podía creer.  Eso de pillar pájaros en el aire, lo reconozco de mis perros, pero no de un compañero de clase.

Con una sonrisa sarcástica y maquiavélica, mi amigo se acercó a mí con el ave entre las manos.  Sonreí porque pensé que lo dejaría ir.  No habían transcurrido ni tres segundos, y solo pude observar dos brazos elevados, un sanate entre las manos, la aviada de un niño momentos antes de lanzar un tronador y luego... un ¡Touch down! .... solo quedó un pobre pajarito estrellado y reventado en el suelo.  No consigo olvidar el sonido ¡Zaz! del ave convirtiéndose en parte del piso.  ¡Lo mató sin piedad y sin razón! Lo que más me molestó fue su perversa sonrisa después del crimen.  ¿Esa habrá sido su forma de demostrar que era hombre? Para mí, demostró todo lo contrario ¡Cobarde!  Lo único que logré hacer fue quejarme con una maestra.  Recuerdo a lo lejos que le regalaron un merecido castigo.

Aunque estoy segura que los gregarios sanates y las cucarachas serán los últimos seres vivos en estar en peligro de extinción; forman parte de la naturaleza y debemos respetarlos.  Desde aquél día, comencé a fijarme más en los sanates.  Son aves muy listas y están acostumbradas a cualquier hábitat.  Vivir en una ciudad como Guatemala, no ha de ser fácil; especialmente para aquellos sanates que pernoctan en los árboles del Trébol o la San Juan. 

Es una lástima que debido a su gran cantidad, y que los estudios científicos los consideran una plaga,  algunos irrespetuosos juegan a francotiradores con sus rifles de balines.  ¡No estoy de acuerdo!  Para eso existen las botellas plásticas o latas de cerveza. ¡Los sanates no son un blanco! No siempre los matan; algunos solo caen heridos y destinados a una muerte lenta y dolorosa.

***

¿Y mi abuelo? Se me termina el espacio y no lo he introducido en la historia.   ¡Vaya! Mi abuelo sí que tiene historias con los sanates.  Pese a que fue un gran cazador y amante de la taxidermia de venados (cosa que jamás estuve de acuerdo), era muy respetuoso con la naturaleza y me enseñó a salir de mi zona de confort para ayudar a los animales. 

En el jardín de mis abuelos sobresalía un árbol de eucalipto sembrado justo al centro y sobre una pequeña montaña.  No era muy grande, pero tampoco pequeño.  Un balde rústico de metal se escondía en la esquina más recóndita del patio. Era el balneario ideal para los sanates.  Lolito, mi abuelo, se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana.  Sus silbidos indicaban que estaba arreglando el SPA de las aves. Les cambiaba el agua y les colocaba algunas sobras que los nietos dejábamos en la cena.  Mi abuela nunca nos permitía levantarnos del comedor si no habíamos dejado el plato vacío ¡Hasta la última cebolla! Sus órdenes eran estilo nazi. Ella era muy simpática pero yo sufría con las cebollas y las carnes. Yo jugaba con la comida, removiéndola de un lado otro a la espera de que mi abuelita se dirigiera a la cocina.  Entonces, mi abuelo me pedía las sobras por debajo de la mesa para dárselas a los sanates.  Siempre juntaba bastante; sobre todo con mis mañas.  Hasta los huesos del pollo viajaban en el interior de su bolsita amarilla que decía Paiz.  Después de cada comida, colocaba las sobras en aquel balde rústico. Yo siempre veía sanates dándose su respectivo baño de agua fresca. ¡Vaya si no la gozaban allí!   

Una tarde soleada, a finales de octubre de 1995, mi abuelito se tomó su acostumbrada siesta.  Lamentablemente, no despertó nunca más.  Murió mientras dormía, como un ángel.   Al recibir la triste noticia, salí al patio para refrescar mi mente y aceptar la desgracia.  Lo que vi afuera, jamás lo olvidaré.  Al menos unos cuarenta sanates caminaban despacio sobre el césped y se dirigían hacia la habitación de mi abuelo.  ¡Allí estaban! No volaban, caminaban. Por un momento, sentí que estaba dentro de la leyenda de las ánimas.  Los pájaros guardaban un luto especial.

Al llegar a la pared donde yacía el cuerpo de mi abuelo, se detenían.  Sus miradas estaban apegadas a esa ventana.  Yo no lo podía creer. Eran muchas aves acompañando el alma de quien les dio agua fresca y exquisitas sobras de comida casera.  Fue impresionante.  En ese momento comprendí, que yo debía continuar con su labor y que el empeño que se le pone a la naturaleza, es recompensado de alguna forma.

Los sanates son la antesala de mis perros, ya les contaré por qué... Bueno, a parte de que Max, mi salchicha café, ha atrapado algunos, les presentaré a mis caóticos perros.  Son un desastre, pero me divierten.  Lo que pasa es que debo contarles un poco de mis experiencias con toda clase de animales.  No son extraordinarias, pero son cómicas. ¡Nos vemos!

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