En Guatemala, la salud mental siempre ha sido un tema tabú. A “los loquitos” como les llama la gente, las familias los esconden, los niegan o los abandonan a su suerte.
Yo quizá aprendí desde pequeña a considerar la salud mental de otra forma porque mi padre padeció de trastornos psiquiátricos. No conozco bien cuál fue su diagnóstico inicial, pero sí sé que su enfermedad marcó mi infancia y luego el resto de mi vida.
Por la gracia de Dios, me marcó para bien, porque desde niña tuve que aprender a enfrentar la responsabilidad que esa condición implicó para mi familia, especialmente para mi hermana María Cristina y para mí.
Ayudó mucho que mi mamá nos explicara cuando éramos pequeñas que las enfermedades mentales son como otros padecimientos crónicos, digamos la diabetes o la presión alta, y hay varias cosas que debemos entender sobre ellas.
Uno, requieren de atención especializada, no se pueden dejar sin tratamiento como a nadie se le ocurriría dejar sin medicina a un enfermo renal; dos, no son culpa del enfermo porque desde luego él no eligió su condición; y tres, no deben ser motivo de vergüenza porque NO suponen una falla moral, al menos en origen (¿acaso es motivo de bochorno haber sufrido un infarto? Pero claro, dejen ustedes a un esquizofrénico sin tratamiento y puede haber consecuencias...).
Cada uno de los puntos enumerados entraña desafíos importantes para las familias que deben aprender a sobrellevar una enfermedad mental. Los tratamientos son caros, la convivencia con los enfermos puede resultar difícil, incluso peligrosa y el estigma, sin duda, hace todo el proceso mucho más complejo y doloroso de afrontar.
Como yo lo viví me atrevo a decir que de todo lo anterior, quizá lo más difícil sea identificar la enfermedad mental como una patología más, reconocer que se padece y buscar ayuda profesional para tratarla.
Duele pensar que en Guatemala hay personas que no tienen acceso a esa ayuda porque la sanidad pública no la ofrece. ¡Si no hay antibióticos en los centros de salud, cómo pensar en tratamientos psiquiátricos! Pero quizá alarma más pensar que hay quienes, ni siquiera teniendo los medios para tratarse lo hacen, porque para comenzar, no aceptan el padecimiento pues lo ven como una deshonra.
Las condiciones de pobreza y violencia que imperan en Guatemala hacen que la salud mental siempre haya sido relegada a la última prioridad, como se evidencia con las deplorables condiciones del Hospital “Carlos Federico Mora”.
Pese a ello, basta dar un vistazo a los diarios para comprobar que los padecimientos de salud mental abundan en el país y como nadie los toma en serio, escalan hasta provocar una pléyade de males que laceran a familias y comunidades completas.
Si queremos sanar como sociedad, resulta imprescindible que aprendamos a reconocer y tratar las patologías de salud mental como hacemos con otras enfermedades. Que las identifiquemos, que las aceptemos incluso en las proporciones epidemiológicas en que las sufrimos y que busquemos para ellas atención de calidad y acceso a esa atención, en vez de ignorar el problema porque nos avergüenza.