La ministra de salud, Lucrecia Hernández, ha hecho bien al incorporar como política nacional que quien se queje de “mal de ojo”, “empacho”, “estar chipe”, “caída de mollera” u otros males similares, debe ser atendido en los puestos y centros de salud, así como en los hospitales del país.
Durante años, las universidades, en especial la San Carlos, han trabajado para incorporar un enfoque antropológico en la práctica médica.
Es de celebrar que esta preocupación, que nació del doctor Juan José Hurtado y otros profesionales de mucho prestigio, al fin sea adoptada como política a nivel nacional.
Quizá lo que faltó al principio, y que la ministra ya remedió, fue una mejor comunicación.
Ya sea por ignorancia, por malquerencia hacia la ministra Hernández y su conocida vocación ideológica o por una inveterada tendencia a volver chiste todo, muchos guatemaltecos interpretaron que la intención de la funcionaria era convertir la red hospitalaria del país en una sucursal del brujo de Boca del Monte.
Sin conocer la realidad con la que se han enfrentado por décadas los médicos en el campo, estos guatemaltecos se imaginaron –y criticaron—que la idea era curar a la gente con pócimas mágicas y otras supersticiones.
No se trata de eso. Se trata, por el contrario, de usar la medicina moderna con enfoque y sensibilidad cultural, para darle a cientos de miles de personas la atención que necesitan, acercando la medicina occidental a su entorno y estableciendo una relación de respeto con los tratantes tradicionales.
Lo que el doctor Hurtado intentó en la USAC por mucho tiempo, es que los médicos entiendan que cuando un paciente dice “mi hijo tiene mal de ojo” o “se le cayó la mollera”, se está refiriendo a una condición médica, con una sintomatología completa y causas biológicas identificables, que hay que descubrir y entender, para ofrecer el tratamiento adecuado.
Si el médico está dispuesto a inquirir y escuchar a esos pacientes, y si además conoce cómo se clasifican y llaman estas enfermedades, podrá verificar, por ejemplo, si el bebé a quien “se le cayó la mollera”, lo que presenta es un cuadro de deshidratación aguda por diarrea, una situación, que como sabemos, es una de las principales causas de muerte infantil en Guatemala.
Si además el médico está dispuesto a atender con respeto a estas personas, en vez de asumir que se quejan de males imaginarios porque no se los describen como en una clínica capitalina, estas personas también tendrán más confianza en la medicina occidental.
Quienes desconocen a la Guatemala del campo, no saben que una de las fallas recurrentes de la atención en salud radica en que la propia gente desconfía de médicos y demás personal, no solo porque lo que ellos prescriben puede chocar con sus creencias, sino por simples dificultades de comunicación o porque sienten que se les trata mal.
Es común que las personas hayan tenido malas experiencias en hospitales y centros de salud, sobre todo, si reservan esa opción como la última por los antecedentes, formando así un círculo vicioso que los aleja de una atención que de por sí, suele ser mala y escasa, cuando existe.
Recuerdo que mi papá, de formación antropólogo, me contó en una ocasión que en un trabajo de campo etnográfico determinaron que la comunidad había catalogado al centro de salud local como “el lugar donde se iba a morir”, y por eso lo evitaban.
Por otra parte, a muchos guatemaltecos quizá les extrañará saber que la propia Universidad Francisco Marroquín empezó hace décadas un programa de colaboración con comadronas.
No sé si todavía está vigente, pero lo conozco de cerca porque el doctor Carlos Andrade, mi tío, lo dirigió en San Juan Sacatepéquez durante años. Por ello sé que la pertinencia cultural era uno de los enfoques más destacados –y esperados- de ese esfuerzo.
Además, también escuché una y otra vez que el doctor Andrade solía insistir esto a sus estudiantes: las comadronas, que han atendido miles de partos y son depositarias de conocimientos milenarios del uso de plantas medicinales y otros, también poseen una experiencia valiosa de la cual los médicos se pueden nutrir. El intercambio entre ambos, en un cuadro de respeto a las personas y a la ciencia, puede darse en dos vías, no solo en una.
En otras palabras, la política de la ministra Hernández no es un desliz singular de la izquierda: proviene de un esfuerzo académico de décadas, incluso adoptado por la universidad más conservadora del país, porque es una necesidad en un país como Guatemala, tan culturalmente diverso.
La doctora Hernández está aplicando en el Ministerio de Salud un enfoque que ya existía en Guatemala, que se enseñaba en las universidades, que ya era política a nivel de atención primaria y que debió generalizarse hace muchos años en el país.
La ministra va en buen camino. Eso sí, yo, que en mis años de antropología aprendí a valorar el pensamiento mágico, le diría que se amarre un lacito rojo en la muñeca.
Uno nunca sabe, hay muchas formas de protegerse del "mal de ojo" y se ve que por aquí, abunda.