Guatemala atraviesa una coyuntura de cambios sociales y políticos que es el resultado de la crisis del modelo de Estado y de la forma de hacer política prevaleciente en el país desde hace tres décadas. La instalación de la CICIG y el proceso consecuente de empoderamiento institucional y político del Ministerio Público han permitido responder a la demanda ciudadana por justicia, pero al mismo tiempo han desvelado las bases frágiles de nuestro sistema institucional carcomido por la corrupción y el uso del poder público para fines ilícitos.
En ese proceso estamos, y en ese proceso continuaremos por varios años más, porque el puerto al cual debemos llegar no está aún visible en el horizonte. Como bien ha dicho mi amigo Enrique (Quique) Godoy, “esto apenas empieza”.
Hoy estamos ante una encrucijada crítica en ese proceso histórico. El Ministerio Público y la CICIG han acusado formalmente al Presidente de la República, Otto Pérez Molina, y a la ex Vicepresidente de la República, Roxana Baldetti, de haber estado vinculados y probablemente haber dirigido una operación de fraude aduanero que tiene costos fiscales en los miles de millones de quetzales.
Ni la Fiscalía ni los medios de comunicación, y ni siquiera los ciudadanos enardecidos por esta denuncia del Ministerio Público, son jueces competentes para establecer quien es culpable de un crimen ante la ley. Y nadie, ni siquiera el Presidente de la República, pierde su derecho constitucional a la presunción de inocencia al ser acusado por la Fiscalía. Pero tampoco nadie, incluido el Presidente de la República, puede estar por encima del imperio de la ley. En el caso del Presidente Constitucional, nunca hay que olvidar ese adjetivo: CONSTITUCIONAL. Eso significa que su poder es dado en el marco de un orden normativo y responde a ese marco normativo.
La acusación contra el Presidente tiene ribetes políticos, no partidarios ni electoreros, porque no es posible tocar la autoridad del Presidente sin caer en la política. Pero lo político en este caso no es solo el poder en si. Lo político es también el respeto a las leyes y a las instituciones que actúan en el marco de esas leyes. Y si bien existe el poder del Presidente, también existe el poder del Ministerio Público. Ambos están sujetos a las leyes y ambos actúan en el marco de sus competencias.
La acusación de la Fiscalía contra el Presidente tiene, por lo tanto, el peso y la autoridad que la ley confiere. Y una acusación, en el marco de la ley, no es una acusación que pueda tomarse a la ligera. Sobretodo cuando se trata del Presidente de la República. Si hemos llegado hasta este punto es porque han sucedido muchos hechos que han llevado a la investigación de la Fiscalía hasta este punto. Nadie, ni siquiera el Presidente, puede tomar esta acusación como un dato menor que puede ser soslayado por caminos políticos.
El Presidente tiene la obligación de rendir cuentas ante la justicia. Porque si algo hemos aprendido en estas jornadas cívicas que se iniciaron desde abril del presente año, es que el poder constituido en el marco de la ley, responde a la ley misma. Y nadie debe sentirse o creerse por encima de la ley.
Para responder a la justicia, el Presidente debe separarse de su investidura. Y aunque hay procedimientos institucionales para lidiar con ese proceso, lo más expedito y menos dañino para la salud política del país es que renuncie a su cargo. Al renunciar, permitirá ser sujeto de un proceso judicial donde tendrá las mismas garantías procesales de cualquier ciudadano a la hora de ser juzgado. La Fiscalía presentará sus pruebas frente a juez competente, y el ciudadano Otto Pérez Molina hará los descargos correspondientes teniendo la ley en su mano. Eso es, sabiendo que la presunción de inocencia lo acompañará hasta que no exista fallo de juez competente en su contra.
La renuncia del Presidente hace pensar mucho en las próximas elecciones, ya que estamos a solo dos semanas de la fecha convocada por el Tribunal Supremo Electoral para que los ciudadanos asistamos a las urnas a elegir a nuestras autoridades para el próximo período constitucional. Pero ni el Presidente ni los ciudadanos debemos tener como principal consideración las próximas elecciones. Como bien dice el viejo refrán, es el momento de pensar como estadistas en la próxima generación y no como políticos en la próxima elección. Nunca esa frase repetida muchas veces ha tenido tanto valor y sentido histórico como la tiene en la coyuntura actual.
Renuncie Presidente. Ayude al país y de una señal a la siguiente generación sobre la importancia de respetar las leyes en pro del bien público. Piense en sus nietos y en los guatemaltecos y guatemaltecas del siglo 21 que están aún empezando una vida en este país y se merecen una Guatemala transparente y justa. Escuche a quienes no le deseamos ningún mal, pero creemos que las leyes definen nuestro comportamiento público. Y sobretodo escuche el clamor ciudadano ya que la soberanía reside en el pueblo, quien hoy, más que nunca, demanda un Estado democrático en el marco de la ley.
Es el momento de ver hacia delante y no hacia atrás. Y es el momento de darle una esperanza y una confianza renovada a los ciudadanos en sus instituciones democráticas. La democracia guatemalteca aún tiene mucho que madurar. Pero la renuncia del Presidente será un paso fundamental para garantizar un mejor futuro para esa democracia que aún no da todos los frutos que los ciudadanos esperamos.
El futuro de Guatemala está en sus manos, Presidente.