Cada año entre el 20 y el 21 de marzo es el equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Nosotros, al norte del ecuador y abajo del trópico de cáncer tenemos nuestra cuota.
Así, como si nada, florecen los árboles que pueden florecer en esta ciudad, las jacarandas, y en el balcón de mi cuarto, en la aún sobreviviente zona 2, puedo ver buganvilias y mi absoluta ignorancia de cómo se llaman las flores blancas y pequeñas, o las anaranjadas o las diminutas rojas. Apenas sabe uno de la flora de la ciudad; la fauna se reduce a la manera en que nos referimos a nosotros mismos, pero esa es otra historia.
La primavera sucede, el sol y nosotros estamos en el lugar indicado para que la vida se imponga, para que encuentre su propio camino. Dura mucho menos días que en el norte, pero buenos días llenos de flores, tenemos no más que eso.
La vida tiene sus propias reglas y están por encima de las nuestras. La vida se impone y si todo sigue como sigue nos extinguiremos los humanos y las bacterias seguirán su camino y por muy bestias que seamos, pronto volverá a ser un cementerio verde, porque nosotros no somos la vida, aunque seamos parte, y entonces, oh maravilla, no tenemos suficiente estupidez para acabar con el planeta entero, aunque lo abandonemos hecho pedazos.
Y es que este ritmo que nos cargamos, este ir y venir de la rutina a la muerte, del anhelo a la indiferencia, ese paso monótono bajo los árboles que atestiguan la marcha del cansancio, sí; de la aventura, tal vez, de enamorados, de delincuentes, de fanáticos del fútbol, de solitarios, de trabajadoras y tres millones y medio de etcéteras poniendo las cabezas para que nos caigan las flores.
Hace pocos días la escritora Vania Vargas publicaba en sus redes sociales este verso lapidario: “El país de la eterna primavera no tiene suficientes flores para tanto entierro”.
Han sido días muy jodidos, hay que decirlo, se nos escurre la vida entre los dedos y nada. Nos matan, no matamos, nos morimos de pura indiferencia y de la ganota bestia de querernos matar entre nosotros por ser diferentes, por haber tenido oportunidades distintas, los chicos de Etapa 2 a quien antes que chicos les calló una lápida que dice “mareros”, las niñas del Hogar, los policías víctimas de las venganzas, los monitores que murieron en el motín, y todos los que morimos todos los días, para ustedes, para nosotros, esas flores que caen en el suelo, porque la vida no se olvida de los suyos, aunque los humanos seamos muchas veces tan torpes.