Balance, balance, balance… “ni muy, muy; ni tan, tan” me repito todos los días cuando veo desde afuera cómo estoy haciendo mi trabajo de mamá. A ratos me abstraigo y en silencio pienso “que presión, cuánta observación”.
La gran mayoría de mujeres soñamos un día con la utopía de convertirnos en la super mamá de la revista, la película, el anuncio, el grupo, el Facebook, el colegio, el condominio, el Instagram, el programa de TV… la que “se las sabe todas”. Sin darnos cuenta hemos creado una presión colectiva que al final de cuentas nos convirtió en las “momsters”.
“Momster” le digo yo a eso de ser “mamá” + “monstruo”: la que saca la garra y lo peor de sí misma por el afán de hacer todo como el esquema social exige, a costa de lo que sea y que termina frustrándose más de lo que disfruta su vida por conseguir aquello o esto que toca hacer porque así lo vio, escuchó o le dijeron que tenía que ser -por seguir patrones-. Digámoslo así, es aquella mamá que busca más la validación o aceptación social, más que la de sus hijos, y que por esto, está más enfrascada afuera que en lo que pasa adentro de su familia.
Sí, a veces yo también soy "momster", pero luego mis hijas me llaman a la reflexión o en mi examen de conciencia diario me doy cuenta con un tortazo en la cara de que algo estoy haciendo mal o peleando la batalla que no tocaba.
Trabajar fuera de casa es una de esas presiones sociales que cada vez se convierten en una esclavitud para muchas mamás. Cuántas mujeres renuncian a la crianza de sus hijos -de forma voluntaria u obligatoria- porque tienen que regresar al trabajo luego del post parto, porque necesitan la manutención, la admiración profesional o simplemente cumplir con un requisito o estándar de exigencia social porque toca.
Recientemente me acaba de pasar. Dejé a mi segunda hija de 6 meses por regresar a trabajar. Lo hice de forma voluntaria y sin remordimientos en su momento. Ha sido una excelente oportunidad de trabajo, flexible, de mucho aprendizaje, pero no hay nada más duro que voltear a ver a tus hijos y darte cuenta que el tiempo se te ha ido como arena entre los dedos. Te cae el veinte: los dejaste en manos de alguien más y como nada, ya son niños. ¿A dónde se te fue su infancia?, y más duro aún es saber que esos momentos no regresan, y así surge la nostalgia.
A pesar de todo somos un país -que dentro de sus defectos- goza de muchas oportunidades para mamás que trabajan. Tenemos derecho a un post parto, horas de lactancia, o ciertos privilegios como el trabajo de medio tiempo, o el famoso “home office”, o incluso algunas empresas ofrecen el servicio de guardería en el lugar para que la mamá siempre está cerca de sus hijos. En el “país de las maravillas”, por decirle así a Estados Unidos, las mujeres no gozan de post parto pagado ni horas de lactancia. Acumulan y usan sus días de vacaciones para que les sean contados en el período de post parto, más triste aún porque si no tienen días acumulados, deben volver casi que al día siguiente.
Crianza + valores = familia estable. Los primeros años en que como mamás permanecemos cerca o al lado de nuestros hijos son clave. Es aquí en donde adquieren el sentido de los valores morales como la caridad, sinceridad, hermandad, laboriosidad, la vida interior y la vida de piedad -entre otros-. En la medida que como mamás abandonamos más temprano el nido, ¿quién estará enseñándoles estos pilares fundamentales para el desarrollo estable de una sociedad? ¿La niñera, la abuelita, la tía?, el kínder?... ¿Quién vino primero, el huevo o la gallina? ¿Cuál será el factor determinante que indica por qué una sociedad no logra alcanzar el éxito? ¿Y por qué se ven tantas familias fragmentadas o divididas? ¿Será porque no les estamos dedicando el tiempo necesario a la crianza de nuestros hijos o será que ese tiempo invertido está siendo mal utilizado?
No hay excusa, si no sembramos en terreno fértil, no nos quejemos si la cosecha no es la más hermosa de todas. Lo mismo para nuestros hijos grandes: si no estuvimos presentes en los años clave, no nos quejemos de cómo esas generaciones serán en la adolescencia.
Tanto me pegó el veinte que decidí renunciar a uno de mis trabajos a cambio de tener más calidad de tiempo para mi familia, y como diría una amiga, algo que nada en el mundo, ni con millones de dólares, podemos comprar.